Después de cuatro elecciones generales en cuatro años, de idas y venidas, de dimes y diretes, de desconfianza, parálisis e incertidumbre en la vida pública española, parece que habrá un gobierno en breve. Sin embargo, este trasiego nos ha dejado un poso de enorme desconfianza hacia los políticos, de descrédito de la cosa pública, de cansancio y agotamiento de una actividad, la política, imprescindible para la convivencia y la organización de la vida social.
Por ello, en el día mundial de la filosofía reivindicamos la ética para la política. Esta reclamación tiene un sentido amplio. La política debe ser ética, pero también debe velar por que sus ciudadanos tengan herramientas para la propia reflexión ética, si aspira a lograr una sociedad sana y una convivencia pacífica. En consecuencia, es fundamental recuperar esa asignatura en la enseñanza de nuestros jóvenes, tal y como se acordó por unanimidad en el Parlamento hace poco más de un año.
Probablemente estemos en un tiempo en el que hablar de “ética política” parezca una contradicción en sus propios términos. Es esta –ética y política– una pareja extraña y actualmente ambas parecen caminar por senderos separados.
Lo relevante de la cuestión no es que esta aparente escisión sea un hecho hoy por hoy; lo más peligroso es que se asuma como natural. Seguramente no sea una tarea fácil encontrar ejemplos en los que la ética justifica la actividad política. Pero aunque las relaciones entre ambas son complejas y difíciles, resulta ineludible reflexionar sobre el alcance y límites éticos de la acción política y la gestión pública.
Ello es indispensable porque, de lo contrario, los intereses partidistas necesariamente se imponen y ganan la batalla al Bien Común. Pensar un ethos de la política no es confundir la visión moral del mundo y las exigencias de la acción política. La cuestión es cómo formular los deberes éticos de la política sin caer en el error de pensar que con eso ya hemos garantizado una buena política.
Hablar de “ética política” es en realidad hablar de “ética pública” o “ética para la política y la administración pública” y, por tanto, referirnos a ese ámbito de la ética aplicada relativa a los asuntos del gobierno y de las administraciones.
Por ello, cabe también definirla como la ética de las instituciones y organizaciones del sector público. Esto implica volver a reivindicar la vinculación necesaria entre la ética y la política. La reflexión política orientada al bien común, que es el encargo que la sociedad hace a sus representantes, debe ser ética.
Hablamos entonces de una misión ética de la política y la gestión pública pues éstas se orientan al Bien Común (interés general) y a la protección y capacitación de los ciudadanos. La forma en la que entendamos no ya quién es un ciudadano, sino qué es un ciudadano demarcará toda una lógica de la acción política.
El ciudadano contemporáneo perteneciente a un Estado democrático de derecho no es únicamente aquél que tiene capacidad de participación política, sino que es ante todo un ser humano, con sus límites y esperanzas. Esta condición de “humanidad” en el terreno político a menudo queda desdibujada, como si la persona que es ciudadana y que, por tanto, posee dimensión política, fuera un sujeto abstracto independiente de su limitación natural, que es precisamente dicha condición humana.
Y es por ello por lo que no hay que olvidar que la condición básica del ser humano es su vulnerabilidad, su susceptibilidad de ser herido, sufrir daño o perjuicio, recibir lesión física o moral. La realidad es que compartimos una identidad universal en el sufrimiento, el dolor y la vulnerabilidad.
No obstante, aparte de esta vulnerabilidad subjetiva, existe otra vulnerabilidad social –hoy llamada precariedad—, asimétricamente distribuida, con individuos y grupos especialmente desvalidos donde el daño, el sufrimiento, el dolor, la crueldad, el abandono y la indefensión son fruto de situaciones, estructuras, procesos y factores sobre los que se puede intervenir y que pueden ser cambiados.
La acción de gobierno debe desarrollarse precisamente sobre ellos y a ellos deben dirigirse las políticas públicas de manera primordial. Esta afirmación implica dotar de un nuevo matiz singular a toda política que se pretenda ética.
Y es que para impedir, minimizar o mitigar el daño y el sufrimiento debemos cuidar. La vida humana es inviable sin ello y precisamente la ética del cuidado ha puesto en el centro de la reflexión filosófica la misma noción de cuidado.
Somos una especie social, con vínculos recíprocos (derechos y deberes), con compromisos de cuidado y responsabilidad social. No somos un grupo de individuos solitarios cuyas obligaciones mutuas se limitan a no invadir el espacio de los otros.
La vulnerabilidad y fragilidad del ser humano (y de nuestro entorno animal, social y natural) implican aceptar que una antropología relacional es condición sine qua non de nuestra supervivencia y viabilidad humana frente al individualismo de muchos modelos sociales contemporáneos.
El reconocimiento de la vulnerabilidad supone una crítica al mito de un sujeto independiente y descorporizado, un sujeto etéreo que no nace, ni enferma, ni envejece, ni pierde facultades, ni está limitado. En definitiva, un sujeto que no existe. Por el contrario, el estado que mejor nos caracteriza como miembros de una comunidad social es la interdependencia.
De estas consideraciones cabe afirmar que la noción de cuidado debe conformar y orientar la acción de gobierno. Ello implica dos cosas: por una parte, el desarrollo de la empatía –ponerse en el lugar del otro– y, por otra, la exigencia de la responsabilidad: esto es, actuar con fuerza, coraje y eficacia, características propias de una buena gobernanza.
El hecho de que el ser humano sea un zoon politikón, un animal social, no proviene únicamente de que posea el logos (la palabra), como anunciara Aristóteles en su Política, sino de su verdad íntima, su condición de ser vulnerable. Debemos aceptar que, en consecuencia, existen obligaciones sociales positivas de minimizar la inestabilidad y su distribución desigual. Existen obligaciones de cuidado que especialmente el Estado debe proporcionar.
Estas obligaciones se dirigen a la necesidad de desarrollar políticas públicas. Atañen directamente a las obligaciones de quienes integran el gobierno y a los funcionarios que se encargan de la gestión pública. Y se deben observar con el fin de reducir en lo posible el daño que se deriva de la condición vulnerable del ser humano.
Algunas de esas obligaciones son tan básicas y elementales como las de proporcionar alimento, agua potable, vivienda, atención sanitaria, educación, movilidad, libre expresión, etc. Estas expectativas de cuidado no se limitan a una esfera íntima o familiar, en función de una ideología de la naturalización de los sentimientos de compromiso, como acciones caritativas, estigmatizantes y voluntaristas, sin ningún tipo de responsabilidad social más allá de la responsabilidad individual o familiar.
Los deberes de cuidado tienen una dimensión social, pública e institucional, de modo que la ética del cuidado conforma el buen gobierno en una suerte de “solidaridad organizada” que configura lo que se denomina como una “ética pública del cuidado”, presupuesto de una “ética política” coherente.
El cuidado requiere del gobierno y la gestión pública dos roles entrelazados: la protección y el empoderamiento.
La protección se entiende no solo como aquella dimensión de la seguridad encarnada por los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, sino también la incorporación de suficientes garantías sociales. Algunas de estas son seguridad social, prestación por desempleo, subsidios por incapacidad, salud pública, alimento y agua seguros, protección laboral y del consumidor, prevención de desastres o cuidado del medioambiente. Incluso protección en relación al poder del gobierno y la administración (checks & balances), para lo que son indispensables elementos de buena gobernanza como la transparencia, la apertura, la rendición de cuentas o la participación.
El empoderamiento consiste en la maximización de la libertad para alcanzar las metas y proyectos de vida de los ciudadanos. Comprende acciones como las comunicaciones, la educación pública, la intermediación financiera o el sistema legal y remite a la profesionalidad, eficiencia e innovación en las políticas públicas como facilitadoras necesarias de la realización personal y del desarrollo humano sostenible de la comunidad.
El objetivo de una ética política es conseguir una comunidad cohesionada y solidaria, desde el compromiso con el Bien Común y con la eliminación de todo aquello que erosiona y favorece la desigualdad en la sociedad. Solo una comunidad de este tipo puede garantizar la estabilidad necesaria para que los ciudadanos puedan llevar a cabo sus proyectos de vida en condiciones de libertad y dignidad.